jueves, 17 de febrero de 2011

Diario del jueves

Anoche recibí la llamada de un número nuevo a mi celular. A las 10 y 50 jugaba en la computadora con mis hermanitos (aprendieron rápido), por lo que el celular seguro timbraba, lejos de mí, en mi cama.

Llamé a ese número casi a la medianoche. No tuve más respuesta que el típico timbrado de la espera agobiante. ¿Será alguna persona conocida, un extraño, un bromista o simplemente un número errado?

Por estos días estoy leyendo a tiempo completo varios libros que me esperan. Así vacaciono, en casa, a veces yendo de shopping a centros comerciales o librerías. Pero luego de ver los tantos libros que quisiera comprar, pienso que en cierto modo es verdad lo que dice Julio Ramón Ribeyro al comienzo de Prosas Apátridas: “¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces pocas ganas de leerlos!”. Ganas siempre tengo, pero el tiempo es un ave que vuela independientemente, un factor esquivo, como agua que huye de mis manos.

El año pasado entre los números extraños a los que devolví la llamada, encontré a varios amigos que extrañé, que por motivos de tiempo no pudimos vernos con la frecuencia deseada. Una deuda amical. Pero ahí sacábamos un momento a como dé lugar, así nuestros horarios sean disímiles.

Siento que cada amigo es un libro, porque me gusta leer su mirada, su voz, su sonrisa, sus palabras y también me gusta que lean mis torpes actos (esos ojos redondos de sorpresa, mi voz igualita a la de Mickey Mouse, mis manos abanicándome porque este verano es un horno, manya).

Descarté a un pesado que timbraba frecuentemente a mi celular (o sea, no me llamaba, sino timbraba para que yo sepa que quiere comunicarse). Un chico escogía distintos celulares, llamaba a horas inoportunas y cuando yo le preguntaba el motivo de su llamada, sólo me decía, para que tengas mi nuevo número, con su voz burlona. Ni tonto ni acomedido, le dije que el chistecito ya propasaba mi tolerancia, que si él quiere decirme algo, mejor me escriba al e-mail. Apenas acabé de conocerlo una semana y me resulta antipático. Si fuera un amigo de toda la vida, un familiar, una persona especial para mí, le banco todo, todo.

Hay sonrisas que nunca me cansaré de leer, contemplar, en algunos casos: la de mi amigo Alejandro (el rey de la timidez, que a veces tartamudea), la del profesor César (que es a ratos aguda o grave y siempre contagiosa), la de mi compadre José María (que achina los ojos y muestra una cara de premiado por la lotería) y la sonrisa de la divertida Kathy (que es grande y parece nunca perderse, como la del Gato Chesire, de Alicia en el País de Las Maravillas. Esa sonrisa perdura aunque el cuerpo desaparezca).